En el año 1949, la Llibreria Catalònia, por entonces Casa del Libro,
publicó un resumen del dietario de uno de sus empleados como celebración
de los 25 años de su fundación. Se titulaba "Veinticinco años de
librería (Apuntes de un dependiente)" y lo redactó Carles Soldevila, por
entonces Carlos, dándole al texto una gracia e ingenio incomparables.
Dejo aquí un apunte con su fecha correspondiente por si a alguien le
apetece reflexionar sobre ello.
15
diciembre de 1925
Vendemos
mucho Blasco Ibáñez. La fama que ha adquirido en el extranjero está refluyendo
sobre su cotización en España. Los literatos y los académicos siguen mirándolo
con prevención, pero el público le acompaña en su «Vuelta al mundo de un
novelista».
¿Y
yo qué opino? En la tienda tengo siempre la opinión que conviene al cliente que
estoy despachando. Si el cliente me dice: «¡Qué bien escribe Fulanito de Tal!»,
me apresuro a asentir: «Divinamente. Sus descripciones rebosan vida y color,
sus diálogos son un derroche de ingenio, sus reflexiones son destellos de
luz». Si, por el contrario, al brindar una obra nueva advierto que el cliente
frunce el ceño y suelta una sentencia condenatoria que tengo por inapelable, no
me obstino, como algunos colegas, en imponerle mi propio gusto. Al contrario,
sonrío, y murmuro: «Ah, usted es de los que no se dejan cazar en la trampa...
Le felicito». Y corro a ofrecerle otra cosa, diciéndole: «Si no le gusta a
usted Fulanito de Tal, estoy seguro que aprecia el enorme talento de Menganito
de Cual, que es el reverso de la medalla... Aquí, nada de relumbrón, nada de
truco. Aquí, verdadero arte y verdadero sentimiento... Ya verá usted qué
novela...»
Un
dependiente de librería no es un profesor de literatura, pienso yo. Está para
servir al público, no para darle con la badila en los nudillos. Además, yo con
mi cara de niño bobo, mi juventud y mi autodidactismo no puedo aspirar a ejercer
una decisiva influencia sobre la clientela. Esto, si acaso vendrá con el tiempo,
vendrá con las primeras canas, con los primeros o los segundos desengaños,
con las insinuaciones del reuma, con las responsabilidades de una familia que
todavía no he pensado en fundar. Ahora procuro vender libros y basta.
El
editor I., con quién departí el otro día unos minutos sobre el tema, se indignó:
«No
lo enfoca usted bien —me dijo—. El librero que se limita a seguir la corriente,
sin esforzarse por elevar el gusto y educar el criterio del público, deserta
de su deber. ¡Vaya ideal para un hombre joven, pletórico de energías! ¡Seguir
la línea de mínima resistencia! ¡Vender lo que se vende solo y negarse a
favorecer la venta de lo excelente y de lo nuevo! Usted no es un profesor de
literatura: conforme. Pero si no siéndolo, posee usted unos adarmes de buen
gusto y de sentido crítico, ¿con qué derecho se niega usted a ponerlos al
servicio del país? Es como si yo, excusándome en que no soy médico, rehuyese el
prestar ayuda a una persona que en mitad de la calle ha sufrido un accidente,
o, porque no soy arquitecto, me encogiese de hombros bajo la viga carcomida que
amenaza desplomarse... No, no, amiguito, hay que luchar con las armas que Dios
ha puesto en nuestras manos, por modestas que sean... ¡No faltaba más! Si yo
aplicase a mi negoció su cómodo criterio, no editaría más que novelas verdes,
novelas rosas y novelas policíacas».
Y, naturalmente, acabó
recomendándome calurosamente la propaganda del último mamotreto que acaba de
publicar y que desde el punto de vista comercial es un hueso.
De todos modos, aunque
le inspire su interés personal, el hombre dice cosas atinadas que me obligan a
un examen de conciencia. ¿Vender o educar? Tal vez la solución sea un «educar
vendiendo», o un «vender educando », tan ponderado que el magister no perturbe
jamás al comerciante. Porque, en resumidas cuentas, lo cierto e indiscutible
es que a mí me dan un sueldo pura y simplemente para que venda libros.
Y aún queda en pie el problema capital que es
saber si yo reúno el mínimo de cualidades necesarias para guiar a esos señores
y esas señoras que frecuentan la librería. Podría ser que no: la vanidad no me
ciega. Yo, también, leo la «Vuelta al mundo de un novelista».
Un abrazo a todos.