Mientras nuestra imaginación se llena de amor -una versión romántica y falsa, transmitida por novelas, películas y anuncios-, nuestra sociedad se comporta como un amante con el corazón roto: es cínica y desprecia el amor, considerado un sentimiento estúpido, inútil o aburrido, una fantasía para adolescentes, un recurso para los que no pueden estar solos, un lujo para unos pocos. Esta contranarración es el peligroso fruto del individualismo capitalista, un sistema que, a la vez que estigmatiza la soledad y culpa a quienes la experimentan como indignos de amor, quiere que estemos cada vez más solos, divididos y en competencia unos con otros. Centrados en nosotros mismos, nos vemos robando el tiempo que podríamos utilizar para cultivar las relaciones con los demás, incluido el amor. Pero el remedio a esta crisis existe. En una época en la que las relaciones se basan en el intercambio, la utilidad, la conveniencia, la compatibilidad, dar cabida en cambio a un amor incondicional y libre, capaz de pasar del individuo a la comunidad, puede ser una de las acciones más antisistema, revolucionarias y valientes que po