Pájaro. Casa. Ventana. Mujer. Uniforme. Figuras de espaldas. Fusil. Botas. Mujer que pela una patata con un cuchillito. Frente a frente. Vibra el color de los ojos. Su humedad. Ahora. Pareja. Manos que se tocan. Ojos que no serán los mismos después de haber visto despellejamiento, bala
y muerte. Destrucciones fijadas a las retinas que son cuerpo y espíritu. Una noche. Irse. Un hijo. Continuidad de la carne no aferrada a los mapas. Entender que hay muchas maneras de marcharse. De dónde y hacia dónde. No importa. Con quién es la vibración carmín. El perfumado marsupio de los mejores canguros. Quemar las armas y las naves. Comprender geométrica e incisivamente –espina– en qué consiste el compromiso. Dónde está el beso. Y el labio. Desertar. Del horror y los crepúsculos moradura. Entender la patria. Expandirla. Trasladarla. Reinterpretarla o quizás buscarle un nombre. Más asequible. Rosa. Piedad. Alicia. Mancha roja que da calor. También el marrón de las heces de los animales queridos. Negro. El fusil se quema. Huye el rescoldo.
Leticia Ruifernández y Javier de Isusi hacen lo más difícil: mostrar que lo profundo arraiga en lo elemental y la tierra se mueve pegada a nuestros pasos. Que al amor no hay que darle muchas vueltas y, sin embargo, a las guerras hay que amarrarlas, apretarlas, aprisionarlas entre el alambre de espino. O la bobina dolorosa del hilo de bramante.
Marta Sanz