Tras el primer mito, que lleva el nombre de Tirreno, hijo de Atis, rey legendario de Lidia, hasta dar nombre a estas aguas, al del río Alfeo, que nace en Olimpia, en el Peloponeso, y llega hasta Siracusa siguiendo el amor de una ninfa, Aretusa, siguen otros mitos, como el de las cabezas negras que figuran en las enseñas de Córcega y Cerdeña, cartas diabólicas, halcones malteses i antiguas piedras. Como las de los dioses prehistóricos de Monte Prama en Cerdeña, las diosas obesas de Malta. Griegos y Romanos dejaron una marcada huella en las islas entre la llegada de colonos de Calcis y la anexión como provincias romanas tras las Guerras Púnicas. Siguieron los embates de árabes y normandos, catalanes y españoles, que jamás han hecho perder, sino al contrario, han contribuido a la formación de un carácter peculiar, muy peculiar, que, además, es distinto en cada una de las islas. A todo ello se suma la contribución del mal genio de un dios subterráneo enfadado con el mundo, Hefesto, que aquí se ha traducido en las numerosas erupciones de volcanes y terremotos que han cambiado, en más de una ocasión, la fisonomía física y humana de algunas zonas, particularmente cerca del Etna o de Estrómboli. Montañas que parecen emerger vertiginosamente del mar, formando las mayores islas del Mediterráneo, pero también algunas de las más pequeñas, que forman una miríada de paisajes agrestes y también amables. Lugares a los que siempre queda el deseo de volver.