Jack London, autor prolífico en obras que han devenido clásicos de la literatura contemporánea, con esta novela narra las aventuras protagonizadas por un terrier irlandés criado por un blanco terrateniente en el contexto de las islas Salomón (protectorado británico, a principios del siglo XX), que son escenario de las disputas entre las tribus aborígenes y sus costumbres y el desarrollo de las haciendas propiedad de colonos amparados por la fuerza-ley de un imperio que legitima el reclutamiento de mano de obra esclava.
Pero más allá de la relación de hechos que constituyen el relato y de la calidad literaria con que se desenvuelve la trama, en su transcurso cabe destacar al menos un par de reflexiones que sugestiona con sutileza. Por un lado, en las olas de esta narración hay un ejercicio imaginativo en el que se anticipa varias décadas al paradigma de la ciencia etológica (hasta hace poco limitado a la visión cartesiana del autómata complejo y a la conductista basada en una noción vaga de «instinto»). Aquí se presenta las vivencias del animal en una perspectiva cognitiva: muestra conciencia, ternura, espontaneidad, flexibilidad conductual (como el engaño en un ámbito lúdico), gusto, adaptabilidad y tantos otros rasgos considerados exclusivamente humanos.
Por otro lado, hay una parte de la trama donde surge un asunto muy sugerente, ya no relativo a la conciencia volitiva sino a la conciencia de muerte. Esto se da en un diálogo interno que mantiene consigo mismo el jefe de una tribu, al plantearse lo que trasciende la finitud de su existencia, y al no poder dar cuenta de ello de ningún modo racional. Entonces toma su realidad como algo transitorio y a la vez permanente en la herencia de un supraorganismo vivo que permanece tras su muerte: la tribu. La tribu se desarrolla con el legado que dejan las acciones de los individuos que la van constituyendo.