Poco podía imaginar André Breton la importancia que su movimiento llegaría a alcanzar en todas las artes cuando escribía en 1924 su Manifiesto del Surrealismo y llamaba a los artistas a una revolución personal y social. También se resultaría difícil suponer los cambios políticos que estaban por llegar en el viejo continente durante las siguientes décadas: tras el horror de la II Guerra Mundial los países de Europa Oriental hacían su revolución y se alineaban con las tesis del comunismo. Centroeuropa pasaba a ser una frontera entre ambos sistemas. Una frontera que pertenecía, casi en exclusiva, al lado comunista, con industrias nacionalizadas, sistemas censores férreos y economías controladas por las democracias populares, pero en la que hasta ese momento habían existido conexiones e intercambios culturales con la Europa Occidental. Estados en los que el movimiento de Breton había calado en los círculos artísticos de entreguerras y en los que la nueva realidad impondría las tesis del realismo socialista como las únicas válidas para la creación artística y especialmente en el cine, que ya Lenin ha