«La nostalgia es nuestra vida», afirma Roberto Peregalli en las primeras páginas de este ensayo sobre la fragilidad y la belleza. Pero en nuestros días, ¿aún se puede sentir nostalgia de algo en un mundo tiranizado por la persecución de fines a cualquier precio, por la violencia legalizada y por el deseo de un autocomplaciente presente eterno? Se puede, a condición de repensar los objetos, los lugares y las personas desde otro punto de vista: el que nos brindan las huellas que deja el tiempo en el paisaje. Entonces, la fachada de una casa se transforma en un rostro, una ventana se convierte en la mirada de un edificio –la sutil membrana entre el interior y el exterior– y el color blanco revela su sacralidad original, la verdadera, no su doble artificial, el que percibimos en las enloquecidas construcciones modernas impuestas por una lógica frenética. Deteniéndonos en el lenguaje y el esplendor de las ruinas y los templos, en la pátina de la penumbra, podemos preservar el silencio de las casas, los objetos y el paisaje, «sin sucumbir a los trucos y señuelos del progreso». Aún es posible retejer la vida según otros parámetros, con un horizonte distinto.
Roberto Peregalli nos devuelve a nuestra condición de mortales, mostrándonos la transitoriedad de nuestra condición y nuestras obras: Los lugares y el polvo posee la fuerza repentina de aquellos objetos que un día hallamos en el fondo de un cajón y que nos recuerdan todo lo que somos y todo lo que hemos perdido.