Toda traducción de una obra literaria es una muralla contra el etnocentrismo. Al igual que la creación, la traducción protege a la humanidad de su propia erosión porque es una garantía de circulación, diálogo y renovación en el espacio y el tiempo. Toda traducción es también, potencialmente, un detonador de deseo, memoria, comparación e imaginación. Traducir es una manera privilegiada de entrar en el universo de la propia lengua y de poder explorarla en todas las direcciones atravesando el paisaje de sus orígenes y sus grandes escenarios históricos: sus regionalismos, su modernidad, sus timideces, su arrogancia, sus grandes enfados y siempre, siempre, el esplendor de sus miles de pequeñas invenciones que, sonrientes o incluso cínicas, proporcionan placer. En la traducción se da una práctica extrema de ese acto denominado lectura que, seamos sinceros, tiene el poder de estimular y renovar realmente nuestra vida interior.