Si creemos a los principales medios de comunicación occidentales, Rusia es prácticamente la encarnación del mal. No importa que su sistema económico sea, con virtudes y defectos, equiparable a los de las democracias neoliberales del resto del mundo; sigue siendo, como en el periodo soviético, el enemigo que hay que combatir.
Las señales de que ese combate ha empezado son evidentes: Rusia, que no sitúa bases militares en la frontera de EEUU, se ve cercada militarmente por las tropas de la OTAN. Mientras Occidente alienta las “revoluciones de colores” y promueve la independencia de Kosovo, reprocha a Rusia su anexión de Crimea, región históricamente rusa, y niega la posibilidad de un referéndum a las provincias pro-rusas del este de Ucrania. Incluso la memoria de lo que realmente sucedió en la Segunda Guerra Mundial ha sido deliberadamente alterada, de modo que no parecen haber existido los 25 millones de rusos muertos, ni se reconoce ya que fue el ejército soviético quien contribuyó en mayor medida a la consecución de la victoria sobre el nazismo.
Rusia es, pues, a los ojos de Occidente, el gran peligro. La gran amenaza. Utilizando a los medios, Estados Unidos y la Unión Europea han creado un ambiente rusofóbico, carente de justificación real, que anuncia una nueva etapa de la Guerra Fría.