«. . . Una campana sin lengua que, cuando esta arquitectura vivía aún su esplendoroso presente debió servir par anunciar a los visitantes, hizo que inevitablemente tuviera que cruzar cual intruso la verja de entrada y, caminando por un sendero abovedado de sauces, trazado por entre las hierbamalas de un huerto abandonado a su propio inexorable destino, alcanzar el pórtico de entrada. Golpeé varias veces y otras más hasta que entreabrió la puerta una mujer, diré mejor que se trataba de una vieja, sorprendentemente parecida a la conserje que, hacía un rato, en la planta baja del hotel, me había señalado la dirección que tomaría para llegar a esta quinta. Con voz respuesta de la sorpresa le informé que deseaba hablar con el Inspector Treviranus. Luego de fijarme con unos ojos demasiado cansados para distinguir cualquier imagen, la vieja se retiró sin decir nada, dejando a mi entero criterio si la puerta que no había cerrado era una descortés invitación a que entrara o la naturalmente afable manera de desestimar mi deseo…»