La ausencia de un relato coherente sobre la etapa presente y el inmediato futuro, emitido desde las instancias donde se supone que reside el poder político nacional, es uno de los más claros exponentes de la honda crisis en la que estamos inmersos; crisis que no es sólo económica y financiera sino política e institucional; una crisis intelectual, más aún, ideológica y moral, profundamente moral; una crisis de comportamientos éticos y democráticos, de actitudes civiles y de valores humanos. Una crisis que, desde el punto de vista de la explicación de los hechos y de sus consecuencias, afecta a los asombrados gobernados, pero sobre todo a los gobernantes, a los dirigentes políticos, los cuales no sólo han sido incapaces de prevenir, corregir o mitigar lo que se estaba gestando en el sector financiero, sino que han perdido la capacidad y la intención de explicar hacia donde nos dirigimos con las medidas de selectiva austeridad aplicadas para salir de esta hecatombe, que no ha carecido de precedentes ni de esclarecidas aunque minoritarias voces advirtiendo que el camino que llevábamos era una autopista hacia el desastre. La crisis económica y los efectos de las medidas de austeridad, que ofrecen el espectáculo de un país empobrecido, endeudado y dependiente, con el futuro hipotecado y perdiendo patrimonio económico público y privado e importancia política en el entorno europeo, han sacado a la luz una crisis institucional y política, que desde hace tiempo se mantenía en estado latente pero que ya es innegable hasta para los más reacios a admitirlo. España es hoy un país en el que la mayoría de sus ciudadanos desconfía de sus instituciones y de sus dirigentes; un país decepcionado y confuso.