1963: un abogado amanece muerto en un hotel, en la gran Granada gris del año de la inundación, y los suicidas le irán arrebatando a la policía el monopolio de la muerte violenta. Si la realidad fuera menos real que cinematográfica, se hablaría del caso de los solteros suicidas.
¿Cómo lo ve desde sus gafas de trece dioptrías el viejo comisario Polo, ingeniero de telecomunicaciones, visionario de la vigilancia, profeta del espionaje televisual y telefónico? Hombre de bien, saluda la futura transformación del Estado Policía en Sociedad Policía. Queriendo saberlo todo, sabe que a partir de cierto límite es mejor creer que averiguar, e indaga en unas muertes que de ningún modo pueden ser asesinatos: el jefe del Estado y su carrusel de jerarcas están a punto de desembarcar en la provincia inundada.
Hay dos mujeres. Hay dos amigos íntimos, pertenecientes a lo que el más ocurrente de los dos llama el círculo homosexual: el mundo de un solo sexo, exclusivamente masculino y patriarcal, de quienes dirigen la ciudad críptica. Son los años felices de la angloamericanización electrónica y la conquista soviético-americana del espacio, el pinball y el jukebox, el origen del futuro, y los garantes de la Ley no dudan en utilizar el crimen para salvaguardar el orden.
Hace veintiún años, Justo Navarro publicó en Anagrama una novela excepcional, negra y maldita: La casa del padre, situada en los años de la Segunda Guerra Mundial. Vuelve ahora al mismo mundo, por el que también han pasado veintiún años: ya es 1963 y la vida y la muerte se han modernizado.