En el arte, desaparecida la tradición y sus reglas, incapaz el mercado de deslindar el trigo de la paja, y con las críticas y las reflexiones estéticas, cuando resultan inteligibles, bajo sospecha, los artistas andan perdidos a la hora de tasar la calidad de su quehacer y tampoco confían en unos colegas que, como ellos, empeñan la vanidad en el oficio. Algunos no dudarían en calificar a los artistas de necios charlatanes y hasta de sinvergüenzas, sobre todo cuando se enteran de que, ellos y sus críticos, justifican el pago de fortunas por objetos que encontramos en ferreterías. El problema no son los artistas, sino la naturaleza de sus empeños, que propicia el fraude y los malos hábitos. Cuando no hay modo fiable de conocer el valor de cada cual, es fácil que unos acaben enfermos de inseguridad y que otros, conocedores de lo que se negocia, hagan un uso estratégico de loas y críticas, administrando autoestimas y vanidades. ¿No podríamos hacer el camino inverso y ver en la probidad una pista para acercarnos al buen hacer? ¿No será el afán de verdad el único 'compromiso de los intelectuales'? La experiencia de la intelectualidad parisina, durante tanto tiempo protagonista del manoseado asunto, no invita al optimismo. Un moralismo estrechamente politiquero acabó por ensuciar la idea de compromiso. Pero hay otras maneras de defender que el punto de vista moral no es enemigo del punto de vista estético. Una integridad moral inseparable de una integridad intelectual, que, entre otras cosas, lleva a evitarnos las anteojeras, a desconfiar de aquellas ideas que nos puede convenir creer. Ese es el trayecto que propone este libro: el que conduce la virtud de los creadores a la calidad de sus realizaciones, y las especulaciones ociosas y los brindis al Sol a las opiniones meditadas y a las obligaciones realmente políticas.