Rufino José Cuervo era un hombre insólito: en el país de los doctores aspirantes a la presidencia ni era doctor ni aspiraba a nada. Por su familia había nacido para el poder, pero lo despreciaba. Aunque no pasó por la universidad y se enseñó solo, llegó a saber lo que nadie de este idioma. Dejó su país para no volver y se fue a Francia donde acometió una obra colosal, el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, la empresa más delirante de la raza hispánica. Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Cortés, Pizarro, don Quijote y otros de su talla, comparados con él son aprendices de desmesura. Friedrich August Pott, el gran lingüista de su tiempo, en una carta en latín que le escribió desde Alemania lo llamó corvus albus, «el cuervo blanco», aludiendo con la comparación a su apellido y a un ser excepcional entre los de su especie, los del remoto y extraño país de los Andes. El Diccionario se le quedó inconcluso. Molesto tal vez porque un simple mortal en una mísera vida pretendiera abarcar tanto, todo un idioma, Dios no quiso que lo terminara. Quiso en cambio (designios suyos inescrutables) que este hombre puro, generoso y de alma grande entrara en su Gloria. El cuervo blanco incoa y lleva a feliz término su proceso de canonización. A san Rufino José Cuervo se le puede rezar pues con devoción y pedir con confianza.