Los autores denuncian, desde diferentes perspectivas, cómo Israel desarrolla una estrategia perfectamente planificada de ocupación y desalojo de Palestina, y cómo la llamada comunidad internacional emite, como mucho, algunas quejas retóricas en las que sitúa al agresor y al agredido en el mismo plano. Eso cuando no se refiere en términos más duros y conminativos a la resistencia palestina (calificada de «terrorista», sin matiz de ningún tipo) que a la acción criminal del Estado sionista, de la que sólo deplora sus «excesos», como si toda su política genocida no fuera en sí misma un intolerable y aberrante exceso. Con el apoyo material de los Estados Unidos de América, que le proporcionan cuantas armas, dinero y cobertura estratégica necesita, Israel se permite desdeñar la legislación internacional –la Convención de Ginebra, muy destacadamente– y pasar por alto todas las resoluciones de las Naciones Unidas sobre el conflicto.